En estos días he disfrutado de una lectura deliciosa:
El balcón en invierno, el último libro (hasta hoy) del escritor
Luis Landero, publicado por Tusquets. Gracias
Alicia y
Carmen por el regalo, el envío y, sobre todo, por conseguir que el autor me lo dedicara; y gracias
Jesús Marchamalo por la foto del momento en el que Luis Landero me escribía la dedicatoria.
El título del libro da exacta pista de su contenido, pues el balcón, tal como escribe el propio autor en la página 31, es "ese espacio intermedio entre la calle y el hogar, la escritura y la vida, lo público y lo privado, lo que no está fuera ni dentro, ni a la intemperie ni a resguardo". Por lo tanto este libro cuenta (y muestra de manera pública) recuerdos y vivencias del propio autor (de la esfera privada) para que "lo vivido no se pierda del todo" (p. 244).
Son muchos los momentos y personas rememorados, mucha la vida contada en este libro. Emociona y subyuga a partes iguales por la dureza de lo escrito pero también por la hondura de muchos de sus pasajes. Entiende uno cuando al finalizar el autor afirma que es casi como "un fantasma que vivió hace muchos años y que ahora camina por un mundo que le es ya casi ajeno." (p. 242).
Y si lo contado es hermoso el estilo como está contado es un absoluto festín. Ya desde el primer libro que leí de Luis Landero, el inolvidable
Juegos de la edad tardía, me llamó la atención la maravilla de su prosa: su riqueza, delicadeza, colorido... leer a Landero es siempre maravilloso.
Tiene este libro además unas cuantas citas sobre oralidad y cuentos contados que, no es posible otra opción, traigo también al post:
"En mi familia todos somos muy habladores, y algunos algo charlatanes, aunque con largas y malhumoradas rachas de silencio. Nos gusta mucho hablar, casi más que vivir." (p. 161) [este capítulo entero habla de grandes habladores].
"Pero a veces los coloquios se hacían alegres y creativos, y adquirían un brillo y un encanto como o no he conocido otros. Alrededor del fuego, aprendí raros saberes de labios de mis mayores. Ellos tenían un vasto y viejo repertorio de refranes, canciones, adivinanzas, cuentos, leyendas, versos, fábulas, chistes, anécdotas, decires, habladurías, sucesos famosos y verídicos ocurridos desde antiguo en el pueblo o en sus contornos, y uno no se cansaba nunca de escuchar aquellas historias, porque la repetición les daba una pátina que, como a ciertos objetos, las hacia aún más valiosas. Y mientras se contaba, se estaba libre de miedos y amenazas.
Todos sabían contar muy bien, porque todos contaban en el molde en que a ellos les contaron, pero la mejor narradora, y ala que más cosas sabía, que parecía un pozo sin fondo, era mi abuela Frasca. Mi abuela Frasca había sido pastora desde la niñez hasta el matrimonio y era totalmente analfabeta, pero dominaba como nadie el arte de contar, y eso se notaba enseguida en el tono, en la línea melódica de la voz, en las pausas, en el movimiento acompasado de las manos, en cómo unía entre sí las frases, que parecía que una atraía como un imán a la siguiente, y lo mismo los episodios, donde uno hacía de larva, otro de crisálida, otro de mariposa, y en el ritmo del relato, ahora lento, ahora rápido, ahora viene una descripción, ahora se crea un suspense que pone en tensión toda la historia, ahora nos ponemos cómicos y ahora trágicos, ahora fingimos que no nos acordamos de un lance crucial del relato, ahora interrumpimos la narración para intercalar una poesía o una canción que vienen muy al caso y de las que de ningún modo se puede prescindir, ahora resulta que en plena aventura el héroe se sienta a la sombra de un níspero a merendar de su fiambrera, y ahí tenemos que seguir esperando a que ella diga exactamente lo que comió y lo que bebió, ahora se da una palmada en la frente porque se ha olvidado de contar algo que era muy importante para el cuento, qué mala memoria va teniendo esta vieja, o de pronto nos preguntaba de qué color era el caballo del héroe o cómo se llamaba un personaje que había aparecido al principio solo de refilón y que ahora iba a cobrar una gran importancia, porque resulta que ella tampoco se acordaba, y sin saber el nombre o el color era imposible seguir adelante con la historia, a ver si entre todos logramos acordarnos...
Nosotros la escuchábamos como suelen escuchar los niños lo que les maravilla, con los ojos ayudando a la oreja a oír y con la oreja ayudando a los ojos a ver. Y así, todo un mundo de fantasía y de palabras malabares vino a poblar mi infancia. Aquellos dichos y relatos fueron los libros que no tuve. Y de entre los narradores, recuerdo también a mi tío Ignacio, el de las lumbres altas y el contar apartado, que tenía muchas cosas que contar, todas verídicas y extraordinarias, pero que nunca acababa de conarlas, porque al rato de ponerse a hablar se paraba, entre impaciente y descorazonado, y decía: Bah, para qué voy a contar nada si total vosotros no lo vais a entender, y ahí concluía la historia." (pp. 171-173)
"Nuestra audacia oratoria se atrevía con todo, aunque solo fuese para sentir el delicioso miedo a lo insondable." (p. 173)
Podría incluir unas cuantas citas más, pero esto empieza ya a ser largo. Eso sí, antes de terminar no me resisto a poner la foto de Luis Landero dedicándome el libro (gracias Jesús).
En suma, un libro delicioso. Una lectura maravillosa que os recomiendo.
Saludos