Ayer estuve hablando con algunos viejos del pueblo para que me dijeran cómo endulzaban las aceitunas. He ido este puente a recoger aceitunas y he guardado algunas para prepararlas. Me encanta sentarme con los viejos a charlar, saben tanto, tanto, tienen tantas cosas que contar, podría pasar horas escuchándoles.
Estar con ellos y hacer alguna tarea al tiempo (envasar tomate, pisar uvas, recoger aceitunas...) siempre puede acabar en fiesta, porque estar juntos siempre es una oportunidad para charlar.
El otro día, por ejemplo, estuvimos ayudando a unos amigos a pisar uvas y tras unas cuantas horas pisando, prensando y acarreando cubos de mosto hasta las tinajas, cuando todo estuvo limpio y recogido, nos sentamos alrededor de una mesa para tomar algo y charlar. Y cualquier excusa es suficiente para encontrar un tema de conversación.
Recuerdo que ese día en concreto hablaron de suicidas del pueblo, y contaron el caso del Tío *** que hizo una apuesta que tal día iba a morir y cuando llegó el día se suicidó, y claro, ganó la apuesta. O el caso de un vecion del pueblo que decidió suicidarse y se fue despidiendo de toda la familia y de los amigos, incluso se pasó por los bares del pueblo e invitó a rondas a los parroquianos, hasta que llegó el momento y fue a su casa a colgarse de una viga. O el caso de un viejo al que sus hijos querían vender su casa (ya había partido la hacienda) y dijo el viejo que de la casa no lo iban a echar, y cuando llegó el día en el que el alguacil se presentó para echarlo a la fuerza encontraron al viejo ahogado en el pozo del patio: no pudieron echarlo de su casa, tenía razón.
El vino y los morros (excelentemente preparados por tía María) nos hicieron recordar el refrán: el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y seguimos tranquilamente con el ágape. Me gusta que la primera entrada de esta etiqueta (de la vida) hable de la muerte. Quizás sea lo más apropiado.
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