En el último año han cerrado dos librerías en mi ciudad. La primera se trataba de un proyecto nuevo que no terminó de cuajar, pero la segunda llevaba más de 22 años al servicio de los lectores y lectoras. Me resultaba incomprensible este último cerrojazo, máxime cuando sé de buena tinta que el negocio iba tirando. Pero claro, allá cada cual con su vida. Eso sí, yo como lector y usuario habitual de esa librería me siento un poco huérfano.
Llevo varios días dándole vueltas a este tema y de pronto me encuentro, justo en el libro que estoy leyendo, la siguiente cita: "Me encanta ir a las librerías y conocer a los libreros. Realmente los libreros son una raza especial. Nadie en su sano juicio aceptaría trabajar de dependiente en una librería por el sueldo, y ningún propietario en sus cabales querría ser dueño de una, porque el margen de ganancias es demasiado bajo. Así que tiene que ser un amor a la lectura lo que les empuja a hacerlo, junto con ser los primeros en hojear las novedades" (de La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey, de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows, en RBA, una maravilla de libro de la que hablaré en otro post).
Lo cierto es que para ser librero hay que ser de una pasta especial, quizás sea esa la razón por la que algunas librerías perduran y otras no, o más bien por la que algunos libreros perduran y otros no.
La verdad es que eso se nota, hay librerías donde uno entra y se siente invitado a leer, a hojear, a curiosear, a comentar, a compartir la pasión por los libros. Y eso no lo hace el ambiente, o el local, o la luz, o el mobiliario, eso lo consigue el librero.
Realmente los libreros son gente de otro planeta. Y han venido no para invadirnos, sino para hacernos la vida más feliz.
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